Bastilla.
--En la casa en que habitabais, --dijo por fin Herblay, --no había espejo
alguno, ¿no es verdad?
--¿Espejo? No entiendo qué queréis decir, ni nunca oí
semejante palabra, --repuso el joven.
--Se da el nombre de espejo al un mueble que refleja los objetos, y permite,
verbigracia, que uno vea las
facciones de su propia imagen en un cristal preparado, como vos veis las mías
a simple vista.
--No, no había en la casa espejo alguno.
--Tampoco lo hay aquí, --dijo Aramis después de haber mirado a
todas partes; --veo que en la Bastilla
se han tomado las mismas precauciones que en Noisy-le-Sec.
--¿Con qué fin?
--Luego lo sabréis. Me habéis dicho que os habían enseñado
matemáticas, astronomía, esgrima y equita-
ción; pero no me habéis hablado de historia.
--A veces mi ayo me contaba las hazañas del rey san Luis, de Francisco
I y de Enrique IV.
--¿Nada más?
--Casi nada más.
--También esto es hijo del cálculo; así como os privaron
de espejos, que reflejan lo presente, han hecho
que ignoréis la historia, que refleja lo pasado, Y como desde que estáis
preso os han quitado los libros, des-
conocéis muchas cosas con ayuda de las cuales podríais reconstruir
el derrumbado edificio de vuestros re-
cuerdos o de vuestros intereses.
--Es verdad, --dijo el preso.
--Pues bien, en sucintos términos voy al poneros al corriente de lo que
ha pasado en Francia de veintitrés
a veinticuatro años a esta parte, es decir la fecha probable de vuestro
nacimiento, o lo que es lo mismo,
desde el momento que os interesa.
--Decid, --dijo el joven, recobrando su actitud seria y recogida. Entonces Aramis
le contó, con grandes
detalles, la historia de los últimos años de Luis XIII y el nacimiento
misterioso de un príncipe, hermano
gemelo de Luis XIV. El prisionero oyó este relato con la más viva
emoción.
--Dos hijos mellizos cambiaron en amargura el nacimiento de uno solo, porque
en Francia, y esto es
probable que no lo sepáis, el primogénito es quien sucede en el
trono al padre.
--Lo sé.
--Y los médicos y los jurisconsultos, --añadió Aramis,
--opinan que cabe dudar si el hijo que primero
sale del claustro materno es el primogénito según la ley de Dios
y de la naturaleza.
El preso ahogó un grito y se puso más blanco que las sábanas
que le cubrían el cuerpo.
--Fácil os será ahora comprender que el rey, --continuó
el prelado, --que con tal gozo viera asegurada
su sucesión, se abandonase al dolor al pensar que en vez de uno tenía
dos herederos, y que tal vez el que
acababa de nacer y era desconocido, disputaría el derecho de primogenitura
al que viniera al mundo dos
horas antes, y que, dos horas antes había sido proclamado. Así
pues, aquel segundo hijo podía, con el tiem-
po y armado de los intereses o de los caprichos de un partido, sembrar la discordia
y la guerra civil en el
pueblo, destruyendo ipso facto la dinastía a la cual debía consolidar.
--Comprendo, comprendo, --murmuró el joven.
--He ahí lo que dicen, lo que afirman, --continuó Aramis; --he
ahí por qué uno de los hijos de Ana de
Austria, indignamente separado de su hermano, indignamente secuestrado, reducido
a la obscuridad más
absoluta, ha desaparecido de tal suerte que, excepto su madre, no hay en Francia
quien sepa que tal hijo
existe.
--¡Sí, su madre que lo ha abandonado! --exclamó el cautivo
con acento de desesperación.
--Excepto la dama del vestido negro y las cintas encarnadas, --prosiguió
Herblay, --y excepto, por fin...
--Excepto vos, ¿no es verdad? Vos, que venís a contarme esa historia
y a despertar en mi alma la curio-
sidad, el odio, la ambición, y ¿quién sabe? quizá
la sed de venganza; excepto vos, que si sois el hombre a
quien espero, el hombre de que me habla el billete, en una palabra, el hombre
que Dios debe enviarme,
traéis...
--¿Qué? --preguntó Aramis.
--El retrato del rey Luis XIV, que en este momento se sienta en el trono de
Francia.
--Aquí está el retrato, --replicó el obispo entregando
al preso un artístico esmalte en el cual se veía la
imagen de Luis XIV, altivo, gallardo, viviente, por decirlo así.
El preso tomó con avidez el retrato y fijó en él los ojos
cual si hubiese querido devorarlo.
--Y aquí tenéis un espejo, monseñor, --dijo Herblay, dejando
al joven el tiempo necesario para anudar
sus ideas.
--¡Tan encumbrado! ¡tan encumbrado! -- murmuró el preso devorando
con la mirada el retrato de Luis
XIV y su propia imagen reflejada en el espejo.
--¿Qué opináis? --preguntó entonces Aramis.
--Que estoy perdido, --respondió el joven, --que el rey nunca me perdonará.
--Pues yo me pregunto, --replicó el obispo fijando en el preso una mirada